El otro día terminé de ver la cuarta temporada de Game of Thrones. Me costó sentarme y aguantarla, porque hay tanta, pero tanta violencia en esa serie.
Curiosamente, para las primeras temporadas de la serie, yo estaba fascinado, porque tiene todo lo que uno querría: peleas con espadas, sentido del honor, vastos lugares sin construir, y hasta dragones. La violencia no me molestaba. Estaba acostumbrado.
Pero ahora, para la cuarta, tuve que hacer el esfuerzo de volver a mi indeferencia de antaño. Estuvo bien, porque la convoqué cuando me hizo falta, pero luego la solté nuevamente: ya no me sirve para vivir mi vida.
Lo interesante es que si la serie es tan violenta será en parte porque sus creadores están en esa vibra, pero también porque muchos, como estuve yo, están acostumbrados a, e incluso viciados de, la violencia. No es culpa de la televisión ni de la música metal ni de las drogas; todo eso no hace más que reflejar lo que está adentro. No es culpa de nadie, es sólo miedo; es sólo respuesta emocional al dolor que cargamos como especie.
Hay ejemplos de la violencia en nuestras vidas que andan mejor que cualquier serie de televisión, y aquí es cuando aparece la lucha: estamos acostumbrados a presentar todo como una lucha. Queremos luchar contra la injusticia social, contra el poder, contra la pobreza, contra el narcotráfico... cada quien se busca su Causa, Lucha por ella y en conseguir esa victoria pone su vida y su valor como persona. Hasta los políticos, para ser elegidos, dicen que van a dar la Lucha contra algo.
Pero las Causas son todas vacías, son todas Ego, son todas el deseo de imponer nuestros valores y creencias en el mundo exterior. No importa que tan nobles sean, porque la nobleza la ponemos nosotros; al universo, al alma, la nobleza ni le va ni le viene. Al alma sólo le importa lo que pasa o lo que no.
Esto significa que somos responsables de darle o no al alma lo que quiere. Nuestras razones para ello son nuestras y son las riendas con que controlamos nuestra mente; son el remedio para la ansiedad o las lecciones que aprendemos, pero nada más. No son universales.
La batalla entonces es por ser dueño de uno mismo. Es una batalla que se libra en cada pequeña decisión, porque es ahí donde nuestra voluntad debe mostrarse impecablemente, donde el espíritu debe salir fuera libremente.
Esa batalla es contra el infinito, porque a ese nivel trabaja el alma; la única "victoria" posible es preocuparse de ser fiel a uno mismo. La cosa entonces debe verse más o menos así: "yo hice todo lo que creo mejor; yo expresé mis deseos, mi buena voluntad, mi amor y armonía en esta pequeña decisión; lo que pase después ya no es cosa mía. Es una enseñanza, y es lo que entrego volviendo a mí; si lo que entrego es bueno, lo que vuelve es bueno".
Los hombres sólo podemos crear nuestras vidas desde esa humildad, y por eso ella es nuestra responsabilidad como hombres libres. Es nuestro legado. Es la conciencia expandida.
No hay un oponente a derrotar. La vida no es una lucha; es un viaje místico, un paseito que nos damos para mejorar y aportar al infinito.
Rendirse es la verdadera victoria. Todo lo demás es ego.
...en una próxima entrada le hago una analogía a ver si se entiende mejor esta cosa.
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